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LA DESIGNACIÓN DE FORSTER Y EL PROBLEMA DEL PENSAMIENTO NACIONAL

El nombramiento de Ricardo Forster al frente una repartición de ambiciosa denominación, vuelve a proponer un tema que viene del fondo de nuestra historia: cómo es nuestra cultura y cuál es su papel en la definición de nuestra identidad.

Ricardo Forster ha sido designado al frente de la Secretaría de Coordinación Estratégica del Pensamiento Nacional, un organismo de flamante creación dentro del ámbito del Ministerio de Cultura.

Este a su vez es el fruto de una jerarquización de la que fuera la Secretaría de Cultura, cuya titularidad fue ejercida por Jorge Coscia, antes de que este, simultáneamente a la promoción del organismo que encabezaba, fuera reemplazado en el cargo por la cantante Teresa Parodi.

Uno no está al tanto de los manejes y tejemanejes de la política de puertas adentro del kirchnerismo, pero llama un poco la atención que la salida de Coscia, una figura vinculada a la corriente ideológica de la izquierda nacional y que realizara una eficaz labor en su puesto, no haya sido acompañada desde el gobierno por una manifestación más efusiva de agradecimiento por los servicios prestados en el desempeño de su función.

Ricardo Forster es, nos parece, el más dotado de los intelectuales que acompañan al kirchnerismo desde Carta Abierta.

Por lo menos, es su más brillante y equilibrado expositor y está abonado por una extensa carrera como escritor y académico.

Nadie puede poner en duda sus capacidades, en consecuencia.

Su designación ha causado revuelo y aversión en el monopolio mediático.

Pero no tanto en lo referido a su persona sino respecto al concepto de “pensamiento nacional” del organismo que preside.

El “pensamiento nacional”, para esas fuentes, es una entelequia e implica una limitación al campo del conocimiento, que no se detiene en fronteras ni en particularismos culturales.

Forster se ha apresurado a explicar que él de ninguna manera participa de esa concepción limitadora o castradora del pensamiento y ha mencionado una gran cantidad de fuentes en las cuales él ha abrevado para construir su identidad intelectual: desde la escuela de Frankfurt al pensamiento estructuralista y posestructuralista, preocupándose además en señalar que tiene una visión de la historia argentina que pretende abarcarla en la multiplicidad de sus matices y variables ideológicas.

No hay duda que esto está muy bien.

Y podemos decir que Arturo Jauretche resumió esos mismos conceptos hace mucho tiempo atrás en una frase concisa y terminante: “Lo nacional es lo universal, visto desde aquí”.

Este señalamiento de uno de los fundadores revisionismo democrático de nuestra historia no fue recordado por Forster en sus primeras declaraciones públicas (en el reportaje que se le efectuara en 6-7-8, por ejemplo), como tampoco hizo alusión en estas al carácter universal de las dos obras que marcaron profundamente al pensamiento nacional después del derrocamiento del primer peronismo: “Revolución y Contrarrevolución en la Argentina”, de Jorge Abelardo Ramos, e “Imperialismo y Cultura”, de Juan José Hernández Arregui.

La naturaleza abarcadora y no ceñida a una consideración estrechamente territorial de esas dos obras se hace evidente en el acompañamiento entre el desarrollo histórico mundial y su relación con la evolución política de nuestro país, que se establece como una constante en la dinámica narrativa de la obra de Ramos; y en la comparación entre los flujos de la cultura en las naciones cumplidas y en la de los de los países dependientes, que está en el meollo del libro de Hernández Arregui.

Ahora bien, si no es posible juzgar una actuación política antes de que esta se produzca, es legítimo interrogarse acerca de cómo la amplitud conceptual que preconiza Forster habrá de aplicarse.

Las explicaciones que ofreció en el mencionado reportaje están, de alguna manera, adelantando un criterio que no se puede desconocer porque aparece muy ligado a lo que se podría denominar la izquierda académica (para otros, la “izquierda caviar”) que se ha distinguido hasta ahora sobre todo por su habilidad para ocupar las usinas del pensamiento en las disciplinas universitarias vinculadas a las humanidades –filosofía, letras, historia, sociología-; y cuya actitud político-ideológica recorrió un camino que fue desde un prudente apoyo a las expresiones de la tumultuaria rebelión juvenil de los años 70, que culminaron en algunos casos en lucha armada, a un democratismo intransigente que respaldó a Ricardo Alfonsín y que ahora ha encontrado un sujeto político a su medida en el kirchnerismo.

Admitamos que ha sido una evolución positiva que, en la actual coyuntura política del país, apuesta a la opción más aceptable y viable de las que hay en existencia.

La única, además, que parece tener un plan más o menos orgánico para ofrecer a la nación, por mucho que este deje que desear en el plano del compromiso popular y de las reformas de fondo que la Argentina necesita.

Al exponer el valor que puede revestir la Secretaría del Pensamiento Nacional, Forster hizo hincapié en una serie de nombres a los cuales aparentemente privilegia.

Valorizó la aportación del marxismo gramsciano argentino, con Pancho Aricó como su más empinado y legítimo representante.

Y señaló que hay revisar a Sarmiento, a Borges, a Rivadavia, a José Ingenieros, a Juan Bautista Alberdi, a Milcíades Peña.

Rescató a algunos de ellos de los pecados que cierto pensamiento más o menos simplista o cerril les endilga: señaló que había que ver a esos hombres en su tiempo y en el contexto de preconceptos y prejuicios que los afectaba, y valorizar su contribución a la definición de la fisonomía argentina.

No nos cabe la menor duda de que debe ser así.

Pero la observación de Forster pierde algo de valor cuando no menciona, junto a esos nombres, otros no menos significativos y que provienen de un manantial diferente: Alberdi, al que Forster se refiere, merece figurar en este grupo más que en el anterior, y junto a él el brigadier Pedro Ferré, Fragueiro, José Hernández, Guido y Spano, Adolfo Saldías, Juan Álvarez, Ernesto Quesada, Manuel Ugarte.

Y luego la cohorte del revisionismo de derecha o del rosismo (Ernesto Palacio, Irazusta, Ibarguren, Martínez Zuviría, Anzoátegui, el gran Manuel Gálvez, José Luis Busaniche, José María Rosa, Ramón Doll, …), y a los historiadores y polemistas provenientes del forjismo y de la izquierda nacional: Scalabrini Ortiz, Jauretche, Ramos, Spilimbergo, Hernández Arregui , Galasso, Roberto Ferrero, Fermín Chávez, Alfredo Terzaga…

A este último se le debe la sustanciación del concepto de Córdoba como eje de una articulación geopolítica argentina con la Patria Grande, que luego se atribuyó con mucha desenvoltura la corriente gramsciana de la revista Pasado y Presente, en la cual da la sensación que se reconoce Forster.

Forster no debería dejar de lado la mención de esos precedentes, aunque no tiene porqué realizar una nominación tan exhaustiva ni tiene porqué conocer ciertos detalles, pero la selección que hace parece decantar su pensamiento hacia las fuentes de un concepto de la historia formado excéntricamente.

Y no, como reclamaba Jauretche, desde una “proyección Mercator invertida”, es decir, de una búsqueda del mundo efectuada desde la conciencia del lugar del planeta en que nos encontramos plantados.

Descubrir “la cuestión nacional” a partir de Gramsci, pongamos, es expresivo de una escisión que nos afecta a todos los intelectuales argentinos, pero que muchos –los habitantes del forjismo y de la izquierda nacional, por ejemplo- han tratado de resolver a partir de aquí y desde una perspectiva no abstracta, centrada en la visualización de los factores concretos que determinan nuestro desgarramiento.

Esto es: el imperialismo y el sistema de relaciones económicas dependiente que se tendía entre la metrópoli británica y los sectores privilegiados de la Argentina, en una época; y entre los monopolios de la economía concentrada, la siempre presente oligarquía y el modelo sistémico global del neoliberalismo, ahora.

Si examinamos los hechos de nuestra historia bajo esta luz, muchos de sus rincones oscuros se iluminan y sus personajes se tornan abruptamente comprensibles.

Hay que decirle a Forster, por si no lo sabe, que los fundadores del revisionismo democrático y de la izquierda nacional no ignoraban ni a Karl Mannheim, ni a Theodor Adorno ni a Max Horkheimer ni a Herbert Marcuse ni a Arnold Hauser, como no ignoraban a Gramsci, Marx, Lenin, Trotsky, a los existencialistas franceses o al arte de vanguardia.

Nada nace de la nada y nuestro país, desde mucho antes de que se produjera el torrente inmigratorio, ha estado afectado por la corriente del pensamiento universal.

La cuestión es cómo la recibimos, cómo la asimilamos y cómo la devolvemos.

La predisposición a absorber los jugos de la cultura mundial que ha sido propio de la intelectualidad argentina es muy útil, pues nos salva de cierto provincialismo al que podría condenarnos nuestra ubicación excéntrica en el mapa y, al mismo tiempo, en una pirueta dialéctica, nos provee la oportunidad de realizar un aporte original a la cultura occidental.

Pues el pensamiento global es eurocéntrico y, por mucho que sus mejores figuras se esfuercen por representarse la realidad de otras culturas no dejan por ello de tener una pertenencia muy arraigada y tienden a hacerse una imagen desfigurada o, en el mejor de los casos, paternalista de ellas.

El aporte que realiza o puede realizar el pensamiento latinoamericano consiste en el hecho de que es un pensamiento que ha sido desarraigado de su fuente e incorporado a un nuevo espacio telúrico y social que le consiente realizar una nueva síntesis.

Hay que tener conciencia del carácter dicotómico de la cultura argentina para efectuar esa operación.

Los exponentes literarios tal vez más importantes de las corrientes culturales en que se dividió el país en el siglo XX, Jorge Luis Borges y Manuel Gálvez, lo resumieron en dos sentencias impecables.

El primero en hacerlo fue Gálvez, quien, en su novela “Hombres en soledad”, dijo a través de uno de sus personajes que “los argentinos somos europeos trasplantados”.

Borges expresó lo mismo, en su propio estilo y con un dejo de incurable melancolía cuando señaló que “los argentinos somos europeos en el exilio”.

El quid del asunto reside en la manera que resolvamos este desgarramiento.

Si es a partir de aquí, de la conciencia del pasado tumultuoso que signó el nacimiento de la nación y su desfiguración a partir de la furia “civilizadora” que entronizó un progreso distorsionado por su carácter dependiente; o bien de una elegante adaptación a las pautas de la cultura exógena a la que se reviste con un barniz nacional prestado –o robado- de las corrientes de pensamiento que se esforzaron durante más de un siglo por resignificar el pasado argentino.

Convengamos en que Borges es un espléndido espejo en el que se refleja la escisión de la cultura argentina y en que es importante porque tenía conciencia de ella y eligió un campo –que no es el nuestro- para afiliarse.

Cuando dijo, no recordamos en qué reportaje, que los dos libros fundamentales de la literatura argentina eran el “Facundo” y el “Martín Fierro” y que él hubiera deseado que el de mayor influjo espiritual hubiera sido el de Sarmiento, pero que por desgracia había sido al revés, estaba formulando, “sin querer queriendo”, un diagnóstico implacable contra su clase.

Pues el “Facundo” es sin duda la magistral expresión literaria de una teoría social que involucraba a todo un continente, pero que iba justamente en contra de lo que expresaba el “Martín Fierro”: la protesta de un pueblo real contra la persecución de que era objeto en nombre de la civilización y de un fementido progreso.

Los que en definitiva construyeron un país a su medida no fueron los gauchos ni el pueblo, sino la clase que se ocupó en reprimirlos e intentó incluso ahogarlos bajo un aluvión inmigratorio que había de suprimir su identidad y diluir su pertenencia.

De hecho, los dueños del poder real en Argentina siguen siendo los mismos que intentaron esa operación.

Y en cada ocasión en que se produjo o se insinuó apenas un rebrote de poder popular –ahora a través de la nueva síntesis de las clases urbanas y la inmigración interior o la proveniente de los países vecinos- esa intentona ha sido abortada o combatida por las armas, la intriga política o la saturación mediática.

Como se ve, el tema del pensamiento nacional es arduo.

El debate en este campo es esencial para forjar las herramientas del pensamiento liberador.

Ricardo Forster se manifiesta decidido a promoverlo.

No podemos sino creerle y desearle éxito, esperando que pueda insertar su tarea en la más amplia de las perspectivas y soslayando las emboscadas de las capillas intelectuales que tenderán a apropiársela.

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