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Iglesia y Estado

En acto realizado el 10 de abril de 1948, el presidente de la Nación Argentina , General Juan Domingo Perón, hizo entrega del pectoral concedido, como reconocimiento por su cristiana obra social a monseñor Nicolás de Carlo, Obispo de Resistencia Chaco.

Durante la ceremonia que congrego al Episcopado Argentino, el primer mandatario pronunció el siguiente discurso:

La Constitución Argentina , al señalar las condiciones que se requieren para ser elegido Presidente de la Nación , exige la de pertenecer a la Comunión Católica Apostólica Romana. Esta exigencia, que ha sido muy discutida, tiene, sin embargo, a mi juicio, un claro sentido que armoniza con la obligación, también constitucional, de sostener ese culto y no es de modo alguno incompatible con el derecho igualmente reconocido de la libertad de cultos. El Presidente es Presidente de todos los habitantes del país, cualesquiera sean las religiones que profesen o aun cuando no profesen ninguna. Por eso, los preceptos a que me he referido no pueden establecer una sumisión del poder ejecutivo, como tal poder ejecutivo, es decir como gobernante del estado, a ninguna otra potestad. No ya la sumisión, sino la simple injerencia de la iglesia en las funciones del gobierno, es la iglesia misma quien con mayor energía la condena, pues no otra cosa podía hacer sin desoír los mandatos del Divino Maestro que al proponer que diese a Dios lo que era de Dios y al Cesar lo que era del Cesar, no hizo otras cosa que establecer una diáfana distinción entre al jurisdicción espiritual y la civil. Ese sentido de la gobernación de los pueblos es tanto más maravilloso cuanto que Cristo proclamó el reconocimiento a la potestad terrenal del César cuando César era hostil a sus predicaciones y a su labor proselitista.

Ahora bien- y a esta conclusión van encaminadas mis anteriores palabras- el hecho de que la Iglesia no tenga que entender en la gobernación del estado, es decir que mantenga la división de potestades, no significa que el estado tenga que prescindir de la Iglesia. Esa no-prescindencia, esa obligación de sostener el culto católico y de que el Presidente pertenezca al culto católico, constituye unas de las más encomiables previsiones de nuestra carta magna, porque quienes la sancionaron, pese al amplio criterio liberal en que se inspiraron y que se refleja en todas sus normas, no pudieron desconocer que la gobernación de los pueblos se ha de basar en normas de moral y que las normas de moral tienen su origen y fundamento en preceptos religiosos. Esa idea no es indiferente para la marcha de la Nación , pues aun cuando existían normas de moral comunes a varias religiones existen otras de indudable diferenciación. La igualdad de consideración de la mujer y del hombre dentro de la familia, el carácter sacramental del matrimonio, el respeto a la libertad individual, ciertos conceptos de la propiedad y de las relaciones del trabajo, así como otras muchas normas del cristianismo, no son compartidos por todas las religiones. Tan claro es esto que la llamada civilización occidental arranca de la expansión del cristianismo en Europa y luego en América y se diferencia de la civilización oriental precisamente en que ella se apoya en otras normas morales nacidas de otras religiones. Creerá cada cual que su moral es la mejor, pero nadie dirá que, en muchos aspectos sea la misma.

Y si todos los hombres necesitan gobernarse en base de una moral, los pueblos cuyo crecimiento se hace en parte considerable por medio de una inmigración de diferentes países y continentes, precisan establecer en su constitución cual sea la moral por al que se han de regir, y que en la Argentina ha de ser, por razones obvias, la católica. De ahí que el presidente haya de ser católico.

Por lo menos en ese sentido que yo doy a la sabia previsión de nuestros constituyentes.

Declaro, pues que mi fe católica me pone dentro de la exigencia constitucional. Quiero también señalar que siempre he deseado inspirarme en las enseñanzas de Cristo. Conviene destacar esa dualidad, porque al igual que no todos los que se llaman demócratas, lo son en efecto, no todos los que se llaman católicos se inspiran en las doctrinas cristianas.

Nuestra religión es una religión de humildad, de renunciamiento, de exaltación de los valores espirituales por encima de los materiales. Es la religión de los pobres de los que sienten hambre y sed de justicia, de los desheredados y sólo por causas que conocen bien los eminentes prelados que me honran escuchándome, se ha podido llegar a una subversión de valores y se ha podido llegar a consentir el alejamiento de los pobres del mundo para que se apoderen del templo los mercaderes y los poderosos y lo que es peor, para que quieran utilizarle para sus fines interesados.

*Extraído de los compañeros www.pampadigital.com.ar

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