Escrito por Guillermo Sebastián Mircovich
María Eva tuvo la suerte de nacer rica en un pueblo lleno de castillos con grandes campiñas donde las cosechas, el ganado y las verdes praderas formaban un inmenso paraíso a la vista de los que llegaban al pueblo.
Esa entrada triunfal sobre el puente cruzado por el gran arco inundado de flores daba un aspecto de película de hadas que hacía exclamar a todos los que lo atravesaban haber llegado a la cima del reino celestial.
María Eva lo sabía, por eso a los atardeceres se sentaba sobre una gran piedra a la entrada del pueblo para observar a los viajeros deslumbrarse por la inquietante y panorámica vista que aparecía delante de sus ojos.
Y ella también se tentaba invitándolos a la gran fiesta de gala que siempre se realizaba cuando algún forastero llegaba hasta ese encumbrado lugar.
Qué no iba conocer María Eva de su pueblo, bondadoso, solidario, generoso, humanitario, si ella se había criado con todas las exquisiteces que su aldea brindaba al visitante, además estaba ella para mostrarle los mejores y brillantes parajes bañados por caudalosos ríos serpenteados por millones de pimpollos inducidos al movimiento a la menor brisa esparcida por los cielos.
María Eva había nacido rica por eso entregaba un instrumento de coser a todas las damas del vecindario, era el acto de justicia para todos aquellos que labraban la tierra junto a sus familias y sembraban grandes extensiones para que no faltara la comida a la villa.
María Eva después de observar la caída del sol en ese hermoso lugar que era el portal de entrada a un hermoso sueño corría hasta su casa a contarle a su madre la labor que había realizado en el día.
María Eva se renovaba el vestuario para seguir trabajando hasta las tres de la mañana atendiendo a todos aquellos que querían saber aún más de lo que había aprendido en su diáfana vida y María Eva explicaba como había que devolver parte de la dicha que el señor nos entregaba, con mirada vivaz se refería a la interpretación que debíamos realizar a cada uno de los factibles sucesos que se nos presentaran para resolver con suma atención la visita que nos entregaban los ilustres visitantes, porque para María Eva cada uno que la entrevistaba era un visionario que hablaría en el tiempo de los pueblos que viven en armonía y concordancia a las necesidades del otro.
María Eva nunca dejó de soñar, y “…así cruzó un dintel y se enamoró de un Coronel”, cruzó la verja indicada, aquella que recordaba cada vez que se despertaba de los sueños profundos de una noche agitada.
María Eva soñaba, que hacía guarderías, hospitales, hogares, casas y repartía juguetes, muebles, todo lo que sus visitantes necesitaban y los llevaba a pasear por el pueblo, ese pueblo que mejoraba día a día y una vez vió escrito en una pared “viva el cáncer”, se sonrió, cruzó frente al escrito, lo ignoró y siguió soñando hasta las tres de la mañana de todos los días, pero en sus sueños María Eva siempre estaba sentada en la entrada del pueblo bajo el arco de flores recibiendo a los visitantes.
Y un día un poeta escribió “…a Eva no la busquen en los cementerios, porque ahí solamente están los muertos” y ella misma dijo que eso era verdad, se mueren los enfermos del alma, los malvados, los traidores, los injustos, los miserables, los que no quieren que conozcan tu hermoso pueblo con su gente bella, de esa belleza pura y fresca de amplia sonrisa, los que dan todo a cambio de nada y María Eva soñó y sigue soñando que vuelve y es millones y sueña que vive porque todavía hay visitantes que necesitan que les muestre al verdadero pueblo ese que quiere, que ama, que festeja que retoza en ese gran jardín de una villa protegida por una túnica mágica que atesora la visión de un viajero, de un visitante o un vagabundo que a pesar de ver tanta belleza necesita una mano, un amparo, alguien que lo escuche.
María Eva nació rica, porque ¿donde hay mayor riqueza que en el amor de un pueblo?
El pueblo no está triste porque María Eva nació rica….de amor.
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